Tag Archive | El horror de Berkoff

¿SER JERRY LEWIS O SER DEAN MARTIN?

Pedimos dos cervezas y una porción de papas fritas.
–Con ají ­–agregó Perci, luego me miró fijo–. Me siento como Jerry Lewis.
–¿Qué tiene que ver Jerry Lewis con esto?
–Estoy leyendo su autobiografía, Dean and Me –prenunció “din-anmi”­–, trescientas cincuenta páginas, en tapas duras, impresionante, un objeto de arte; lo compré en Amazon –respiró–. Voy en el capítulo donde conoce a Dean Martin. En los años cuarenta, Lewis ya era un comediante exitoso, un intelectual judío y divertido que marcaba pautas en la industria de la entretención norteamericana. Como Woody Allen, pero más lúcido y con mejor gusto.
–Woody Allen es un genio.
–Ese es el gran misterio del cine de los últimos treinta años. Woody Allen no tiene nada de genio, es un oportunista que supo robar el talento a otros, aunque le concedo que sabe poner la cámara y componer un cuadro bonito, pero eso es artesanía, no talento.
–Soy fan de Allen.
–Como todos los actores y directores de este país. En verdad no sé qué le ven, es un pedante de mierda, aguantable sólo con un porro de marihuana.
–Me gusta como filma Nueva York…
–Nueva York se ve con más clase en King Kong y es de 1933 y sale un mono gigante, incluso en Spider-Man 2, y es con superhéroes.
–Bueno –fui cortando–, ¿y qué pasaba con Jerry Lewis?
–Que en esa época, los cuarenta –subrayó–, Jerry tenía mucho éxito con las mujeres porque las hacía reír, les daba regalos caros, sabía conversar, era divertido. Por supuesto entendía que esa era su ventaja, no su aspecto físico. Y se vanagloriaba de ello, decía que no se necesitaba tener buen cuerpo y una cara bonita para conquistar a la más bella de las rubias californianas. Que con una buena plática bastaba. Pero erró. En una ocasión estaba en un club de Nueva York, donde efectivamente era el rey de la noche…
El rey de la comedia.
–Qué gran película.
–La mejor de Scorsese.
–Absolutamente. Bueno, en ese club de Nueva York, Jerry Lewis tenía toda la atención de las féminas, las que se desvivían por sus chistes y comentarios. Entonces, de pronto, todas voltearon hacia la puerta –Perci miró hacia la entrada del Rapa Nui, como si actuara su relato–, y cambiaron su foco por un tipo que acababa de ingresar, un sujeto que con sólo aparecer le robó años de trabajo: Dean Martin –subrayó las dos palabras, el nombre y el apellido–. ¿Y sabes lo que dijo Jerry?
–Ni idea.
–Si no puedo ser como él, voy a lograr que trabaje para mí. Será mi payaso privado, me ganaré la vida burlándome de él.
–Cruel.
–No, sólo la naturaleza masculina desatada. Si no tienes buena pinta puedes ganar la pelea con poder, con trabajo, con esto –se tocó la cabeza­–. La metáfora es clara, casi perfecta, el mundo se divide en dos tipos de hombres: o eres un Jerry Lewis o eres un Dean Martin. Yo tengo claro que soy un Jerry Lewis.
–¿Y yo un Dean Martin, entonces?
Pedimos dos cervezas y una porción de papas fritas.
–Con ají ­–agregó Perci, luego me miró fijo–. Me siento como Jerry Lewis.
–¿Qué tiene que ver Jerry Lewis con esto?
–Estoy leyendo su autobiografía, Dean and Me –prenunció “din-anmi”­–, trescientas cincuenta páginas, en tapas duras, impresionante, un objeto de arte; lo compré en Amazon –respiró–. Voy en el capítulo donde conoce a Dean Martin. En los años cuarenta, Lewis ya era un comediante exitoso, un intelectual judío y divertido que marcaba pautas en la industria de la entretención norteamericana. Como Woody Allen, pero más lúcido y con mejor gusto.
–Woody Allen es un genio.
–Ese es el gran misterio del cine de los últimos treinta años. Woody Allen no tiene nada de genio, es un oportunista que supo robar el talento a otros, aunque le concedo que sabe poner la cámara y componer un cuadro bonito, pero eso es artesanía, no talento.
–Soy fan de Allen.
–Como todos los actores y directores de este país. En verdad no sé qué le ven, es un pedante de mierda, aguantable sólo con un porro de marihuana.
–Me gusta como filma Nueva York…
–Nueva York se ve con más clase en King Kong y es de 1933 y sale un mono gigante, incluso en Spider-Man 2, y es con superhéroes.
–Bueno –fui cortando–, ¿y qué pasaba con Jerry Lewis?
–Que en esa época, los cuarenta –subrayó–, Jerry tenía mucho éxito con las mujeres porque las hacía reír, les daba regalos caros, sabía conversar, era divertido. Por supuesto entendía que esa era su ventaja, no su aspecto físico. Y se vanagloriaba de ello, decía que no se necesitaba tener buen cuerpo y una cara bonita para conquistar a la más bella de las rubias californianas. Que con una buena plática bastaba. Pero erró. En una ocasión estaba en un club de Nueva York, donde efectivamente era el rey de la noche…
El rey de la comedia.
–Qué gran película.
–La mejor de Scorsese.
–Absolutamente. Bueno, en ese club de Nueva York, Jerry Lewis tenía toda la atención de las féminas, las que se desvivían por sus chistes y comentarios. Entonces, de pronto, todas voltearon hacia la puerta –Perci miró hacia la entrada del Rapa Nui, como si actuara su relato–, y cambiaron su foco por un tipo que acababa de ingresar, un sujeto que con sólo aparecer le robó años de trabajo: Dean Martin –subrayó las dos palabras, el nombre y el apellido–. ¿Y sabes lo que dijo Jerry?
–Ni idea.
–Si no puedo ser como él, voy a lograr que trabaje para mí. Será mi payaso privado, me ganaré la vida burlándome de él.
–Cruel.
–No, sólo la naturaleza masculina desatada. Si no tienes buena pinta puedes ganar la pelea con poder, con trabajo, con esto –se tocó la cabeza­–. La metáfora es clara, casi perfecta, el mundo se divide en dos tipos de hombres: o eres un Jerry Lewis o eres un Dean Martin. Yo tengo claro que soy un Jerry Lewis.
–¿Y yo un Dean Martin, entonces?
–No lo sé, ¿qué crees tú?
–Prefiero el término medio.
–No hay término medio.
–Entonces –miré alrededor–, aquí y ahora soy un Dean Martin. Podríamos armar una dupla –hice el gesto de tú y yo–; tal vez tienes un potencial oculto como actor, comediante inteligente ­–recalqué.
–Con perdón, pero ni aunque me pagaran millones sería actor.
–No pagan millones.
–No seas mentiroso, sé exactamente cuánto te pagaron por Román Calvo.
–Internet miente.
–El Servicio de Impuestos Internos no.
–¿Te metiste al Servicio de Impuestos Internos?
–Hay mucho tiempo libre en Salisbury.
–Entonces no quieres ser como yo.
–No, lo siento –respiró–. Si acabo de recordar y contarte esa historia es porque a mí jamás una mujer me ha mirado como te han mirado a ti durante todo el día. ¡Hasta en el cementerio algunas querían llevarte a la cama!
–No lo sé, ¿qué crees tú?
–Prefiero el término medio.
–No hay término medio.
–Entonces –miré alrededor–, aquí y ahora soy un Dean Martin. Podríamos armar una dupla –hice el gesto de tú y yo–; tal vez tienes un potencial oculto como actor, comediante inteligente ­–recalqué.
–Con perdón, pero ni aunque me pagaran millones sería actor.
–No pagan millones.
–No seas mentiroso, sé exactamente cuánto te pagaron por Román Calvo.
–Internet miente.
–El Servicio de Impuestos Internos no.
–¿Te metiste al Servicio de Impuestos Internos?
–Hay mucho tiempo libre en Salisbury.
–Entonces no quieres ser como yo.
–No, lo siento –respiró–. Si acabo de recordar y contarte esa historia es porque a mí jamás una mujer me ha mirado como te han mirado a ti durante todo el día. ¡Hasta en el cementerio algunas querían llevarte a la cama!

El resto en esta novela que pueden comprar aquí

EL HORROR DE BERKOFF (CRITICA EN EL MERCURIO)

Jose Promis, escribió de El Horror de Berkoff, en la Revista de Libros de El Mercurio.

Monstruos bajo la lluvia

Por José Promis

Nuestra literatura nacional no ha manifestado un interés significativo por el género fantástico. Se mantiene apegada más bien a la consabida aseveración de su carácter realista, es decir, de su interés por las representaciones verosímiles de sus referentes histórico-sociales. Quienes afirman lo contrario tienen que mirar comúnmente debajo de las piedras y usar el término «fantástico» como sinónimo de representaciones literarias de tal amplitud que permiten meter dentro de ellas todo tipo de monstruos y viajes espaciales, mitos y supersticiones, creencias mapuches, terrores nocturnos y alaridos enigmáticos, alucinaciones psicológicas e, incluso, recursos de la retórica al uso. Francisco Ortega, el autor de El horror de Berkoff , piensa, por ejemplo, que los elementos fantásticos nacen en nuestra literatura con La Araucana y después de pasar por Pacha Pulai , Alsino y hasta Papelucho y Mampato , alcanzan a Juan Emar, Vicente Huidobro, José Donoso y Jodorowsky.

Por fortuna, tales nebulosos conceptos no son los que han dado origen a su novela El horror de Berkoff . Por el contrario, su estructura responde nítidamente a lo que es con propiedad un relato fantástico, es decir, una narración que pretende provocar en el lector un estado de transitoria incertidumbre, de incapacidad para distinguir entre lo racional y su contrario, de titubeo frente a las dos opciones de verdad que ofrece el texto que tiene entre manos. Pero como el lector chileno identifica de inmediato a la literatura fantástica con la cultura anglosajona -otra prueba, sin duda, de la escasez del género en Chile-, Ortega se ha visto obligado a un tour de force : convierte a la ciudad de Victoria, cerca de Traiguén, en el misterioso pueblo de Salisbury, dominado por un tenebroso edificio conocido como la mansión de Berkoff; y otorga nombres europeos a todos los personajes centrales y secundarios del relato: Martín Martinic, Percival Guidotti, Juan José Birchmeyer, Guillermo Geissbüller, Emilia Geeregat, Pablito Clausen, y así sucesivamente.

Es en Salisbury donde transcurre la historia de El Horror de Berkoff , ciudad fantasmagórica debido a la niebla y la lluvia. Su origen se remonta al mes de agosto de 1980, cuando cuatro niños asisten al funeral de un compañero fallecido de manera misteriosa. Según los recuerdos del narrador, recopilados muchos años después, su féretro estaba vacío. Los acontecimientos del presente comenzarán alrededor de 2010, cuando uno de los antiguos niños, Martín Martinic, narrador también de la mayor parte del relato, regresa a Salisbury para asistir al funeral de otro de sus amigos de niñez. El regreso de Martín significará mucho más de lo que el personaje suponía inicialmente. El reencuentro con los miembros del grupo recuperará recuerdos de una juventud desaparecida, marcada por el amor y las relaciones oblicuas; revelará sacrificios y rivalidades celosamente escondidos y sacará a luz secretos y tortuosas relaciones sentimentales. Pero, por sobre todo, revivirá los terrores inconfesados de niños que se criaban agobiados por el miedo a lo sobrenatural, favorecido por la rigidez de religiones evangélicas y por la atmósfera inclemente de la naturaleza sureña.

El mayor mérito de la novela de Francisco Ortega es dejar al lector en la duda, incierto sobre lo que verdaderamente ocurre en el interior de sus páginas. ¿Leemos algo que efectivamente ocurrió en la realidad (imaginaria) de la novela o todo es producto de la fantasía bastante mórbida de uno de sus personajes, convertido, como el mismo texto afirma, en escritor que publica su primera novela con el título de «El horror de Berkoff»?

Con buen dominio de las técnicas narrativas del relato fantástico, el narrador, quienquiera que sea, entrega indicios que sugieren alternativamente uno u otro camino. Como en toda buena narración fantástica, la decisión es responsabilidad nuestra. Pero cuidado: todo el edificio fantástico se viene abajo si nos aferramos a la racionalidad. Y al autor le costó mucho levantarlo.

LA BREVE DISCOGRAFIA DE LIVINGCOMEDOR


Livingcomedor
MASCARAS MUNDANAS
EMI (Chile), 1999

  • Martín Martinic (voz, guitarras, samplers, metalófono)
  • Fernando “Feña” Goic (teclados, samplers, orquestaciones, guitarras coros)
  • Fabián “Filo” Carvacho (teclados, programaciones de bajo, vientos)
  • Alan Cipriani (batería, percusiones, programación de percusiones).
  1. Máscaras mundanas I: la ciudad  (Goic/Carvacho)
  2. Celebraciones perdidas (Martinic/Goic)
  3. Silencio (Martinic/Goic/Carvacho/Cipriani)
  4. Tercera histeria (Goic/Cipriani)
  5. Dime que no estás/si estás (Martinic/Goic/Carvacho/Cipriani)
  6. Presencia (Martinic/Goic/Carvacho/Cipriani)
  7.  Molestias externas (Goic)
  8. Máscaras mundanas II: el planeta (Goic)

Músicos invitados

  • Fabiola Márquez (coros en Silencio)
  • Gia Cipriani (coros en Tercera histeria y Dime que no estás/si estas)
  • Carlos Contreras (piano en Mascaras Urbanas I y II y Silencio)
  • Ricardo Tapia-Spencer (flauta traversa en Mascaras Urbanas I y II y Silencio)

Livingcomedor
BELLASBESTIAS
Discosversales (Chile), 2004

  • Martín Martinic (voz, guitarras, samplers, programación de bajo)
  • Fernando “Feña” Goic (teclados, samplers, programación de percusiones, drum machine, guitarras, coros)
  1. Carmen
  2. Vania
  3. Laura/En Venta (Martinic)
  4.  Almudena
  5. Cecilia
  6.  Bellasbestias: Una sinfonía
    a)     
    Obertura.(Goic)
    b)     
    Viaje 1 (Goic)
    c)     
    Viaje 2 (Goic)
    d)     
    Viaje 3
    e)     
    EpílogoNOTA: Temas 3 y 6. Banda sonora de “En Venta”
    Todos los temas de Martinic/Goic, excepto los que se indican.

Músicos invitados

  • Carlos Contreras (piano en Vania, Laura, Almudena)
  • Verónica Uchmann (coros y segunda voz en Laura)
  • Lia Uchman (violín en Laura)
  • Ignacio Goic (programación orquestal en Bellasbestias)
  • Alan Cipriani (batería, percusiones, programación de percusiones en Bellasbestias).

Fundada en 1998 por el actor y músico Martín Martinic (Salisbury, 1974) y el músico y compositor Fernando Goic (Valparaíso, 1976), la banda  Livingcomedor debutó con el recordado álbum «Máscaras urbanas», publicado por EMI en junio 1999 y del cual se desprendió el exitoso «Silencio», canción obligada en cuanta recopilación del pop chileno de los noventa se edita hoy en día.  Entonces la banda estaba conformada además por Fabián “Filo” Carvacho (Santiago, 1972) y  Alan Cipriani   (Talca, 1973), compañeros ambos de Goic en Hortaliza, la primera banda del músico, actual sesionista de Los Tres.  Aunque Carvacho y Cipriani aparecen en calidad de integrantes y compositores, y participaron de los pocos conciertos ofrecidos por el grupo, lo cierto es que su participación fue más de músicos pagados que como parte de la sociedad fundadora.  Cultores de un pop elegante, triste y con evidente predominio de los teclados, fueron con insistencia comparados  con Depeche Mode y New Order, mote que no molestó a ninguno de sus integrantes. A pesar de la alta rotación de «Silencio» en radios, las ventas de «Máscaras Urbanas» no cumplieron las expectativas de la casa disquera, que cortó el contrato por dos discos más a poco más de un año de la salida de la placa. El argumento usado fue la negativa de Martinic y compañía a salir en gira y a presentarse en el Festival de la Canción de Viña del Mar en su edición del año 2000.
«Bellasbestias», el demorado segundo disco del cuarteto, reformado como dúo, tardó casi cinco años  en ser editado y apareció como album conceptual, practicamente instrumental y formando  parte de la banda sonora de «En Venta», película protagonizada por Martinic y uno de los fracasos más sonados de la indistria fílmica nacional, desastre que rebotó hacia el disco, que pasó casi desapercibido por las estanterías de las principales ciudades de Chile, con mínima rotación en radios. La historia completa de Livingcomedor pueden encontrarla en este libro, recientemente publicado.

BERKOFF SEGUN VILLALOBOS

Esto dijo ayer Daniel Villalobos, durante la presetación de mi libro

  • El horror de Berkoff es una novela sobre el sur de Chile. Es decir, es una novela llena de humo, gente fea, mucha lluvia y baldosas mojadas.
  • El horror de Berkoff es el horror del sur. El horror de crecer en el sur, huir de él y terminar volviendo.
  • La novela de Francisco tiene seres sobrenaturales, casas encantadas y niños muertos, pero sus momentos de mayor terror están reservados para situaciones mucho más mundanas: el reencuentro con un amor de juventud, el funeral de alguien a quien apenas recuerdas o la confirmación de que el lugar donde creciste no sólo es horrible, sino además infernal.
  • Escribiendo una historia de miedo ambientada en un pueblo llamado Salisbury a unos cuantos kilómetros de Temuco, Francisco Ortega terminó escribiendo sobre los motivos que llevan a una persona a dejar el terruño para instalarse en otra ciudad.
  • El acto de irte de tu lugar de nacimiento puede verse como evolución o fuga. En El horror de Berkoff,  Ortega plantea un tercer concepto: el miedo a nosotros mismos. La posibilidad de fracasar –y el fracaso es uno de los grandes temas de este libro- y de hacerlo frente a los ojos de quienes te vieron crecer y volverte una promesa puede ser bastante duro.
  • Entonces mejor huir, reinventarte en una ciudad más grande y decir que has madurado cuando simplemente has puesto una máscara sobre el provinciano que nunca dejaste de ser.
  • Esa situación está planteada con dureza y sin piedad en El horror de Berkoff. Las criaturas que dominan el pueblo de noche y que acechan a los niños aun cuando están conectadas con secretos de los adultos, pueden ser menos inquietantes para un lector que la pobreza material o mental que campea en Berkoff.
  • La memoria y el ojo para el detalle de Francisco Ortega hacen que una enumeración de los títulos de libros viejos en un anaquel o la descripción de un desayuno se vuelvan una declaración de principios y una postal de otra época. El sur vive en otro Chile. El sur no es Chile.
  • El sur es un lugar del que tienes que huir porque está lleno de monstruos. Y esos monstruos tienen que ver con la religión, con la familia y con los sueños de juventud que tu vida adulta no cumplió y que ahora se han vuelto dolorosos de enfrentar.
  • Martin Martinic, el protagonista de El horror de Berkoff, es un actor de breve fama que vuelve a un pueblo tan mezquino que incluso el propio Martin es considerado un orgullo local.
  • Esta novela, tal vez previsiblemente, está llena de rabia. No es amable, no tiene héroes nobles o grandes propósitos. Como los relatos de Lovecraft y Stephen King que Francisco conoce y homenajea, Berkoff es un mundo donde el misterio de lo sobrenatural se contrapone a la miseria de los humanos.
  • Lo que más me gustó de El horror de Berkoff es que es la clase de historia que suele inventar un niño aburrido en un pueblucho del sur. Un niño que necesita creer que esas casas de color verde agua y esas iglesias evangélicas de madera barata y ventanas de una hoja encierran alguna clase de secreto o aventura extraordinaria.
  • Mejor aún, tengo la certeza de que ese fue el origen de esta novela. Conozco a Francisco Ortega desde que teníamos dieciocho años de edad y puedo decir, con escaso margen de error, que este es el libro que Francisco estuvo pensando escribir desde hace veinte años.
  • El horror de Berkoff por fin ha salido a la luz y –sorpresa- si bien a esta novela le sobran criaturas de la noche, monstruos y mutaciones, el miedo que yace agazapado en el centro de su historia es mucho más cercano: es el miedo a volver al hogar y descubrir que ya no es tu hogar, que nunca lo fue y que tu lugar en el mundo sigue siendo un misterio.

 

 

EL 25 AGOSTO 2011 ENTRARAS A LA CASA BERKOFF

Diez con un minuto de la noche y las calles de Salisbury aparecían desiertas y silenciosas. Aunque ya no era el aguacero de la tarde, la lluvia seguía igual de intensa; gotas finas pero mojadoras, tal cual decía mi padre y los padres de todos los niños del pueblo. De vez en cuando el vacío era roto por un auto, el sonido de un camión rompiendo el viento sobre la carretera, el silbato de un tren de carga o algún ladrido o maullido lejano. A veces el fantasma de mi abuelo me habla:

–Camina rápido.

Y a veces le respondo:

–Cállate.
–No mires atrás.
–No lo hago.
–Tampoco al frente. Baja la mirada, que ellos no te vean.
–¡Déjame tranquilo!
–No puedo.
–¿Cómo que no puedes?
–No existo.

Podía sentirlos, corriendo sobre los techos, el golpeteo continuo de sus pies huesudos con tres dedos. Como niños brincadores, como ratones gigantes y bípedos. Murmuraban, hablaban con sonidos monótonos, sin vocales, una sucesión enferma de consonante contra consonante, “eses” chocando con “efes”, todas arremolinadas alrededor de “erres” en una cadencia inmoral, infame, enferma. Bajé la mirada y seguí avanzando. Mientras no pudieran verme a los ojos todo iba a estar bien. Por el entrecejo los observaba colgar de las paredes, esconderse en los rincones, saludarme con sus brazos largos, invitarme a ir con ellos. Pero hoy no, ya no era el niño de hace veinte años, el que casi repite el error de Pablito Clausen. Que aún pudiera verlos era una cosa; que estuviera dispuesto a volver a jugar con ellos algo muy distinto. La cancha ahora era diferente, había cosas más importantes que protegerme de sus bocas, lenguas y dientes afilados. Apuré el paso, siguiendo a una fila de ratas desesperadas por esconderse en alguna cuneta. Chillaban espantadas, horrorizadas de las sombras que volaban sobre ellos, atrapándolos para reemplazar con su carne la de aquellos que no los dejaban entrar. Lo venían haciendo desde siempre, desde que se asomaron de las profundidades de la tierra Así sobrevivían, despedazando animales para suplir con ellos lo que los hombres ya no les daban. Ganado y ratones en lugar de niños. Nadie les iba a entregar a sus pequeños, por mucho que rascaran los vidrios y dijeran que era la última vez. Los papás de Pablito fueron los últimos que confiaron en sus mentiras; por eso abandonaron al más chico de la casa en ese altillo solitario; por eso no lo dejaron escapar a la cama materna ese día en que los juegos se hicieron terrores. Y todos vimos lo que le pasó con la familia, cómo la locura terminó infectándolos. La maldición y el legado de Berkoff, nos decía Perci, inventando uno de sus tantos relatos de espanto.

–Perci nunca ha inventado nada.
–Pero él no lo sabe.
–Camina más rápido y no pienses en los monstruos; si los visualizas en tu cabeza bajaran a buscarte. –No van a hacerme daño.
–Claro que no. Tú pactaste con ellos, Martín.
–También vas a condenarme por haberme hecho amigo de los monstruos.
–Nunca fuiste su amigo; lo hacías por interés.
–Siempre he sido así, funcional para mis relaciones; tú lo sabes. No tengo amigos, mis cercanos son personas de quienes necesito algo. Si ellos querían jugar conmigo a cambio de no morderme, no me iba a negar.
–También lo hiciste para defender a tus amigos.
–Fue parte del trato.
–¿Y te funcionó?
–Casi. Juan José no se libró.
–A él no lo mataron los monstruos.
–Abuelo, hay más monstruos, muchos más de los que vienen caminando detrás de mí.
–No los mires.
–No lo hago.
–Te están esperando.
–Se cómo pasar entre ellos.

Era cierto. Bajé aún más la cabeza y caminé en línea recta, cruzando entre dos de mis amigos imaginarios. El sonido de sus voces retumbó en mi cabeza provocándome un dolor arrugado, como si me apretaran por dentro, estrujando cada uno de mis líquidos cerebrales. Y el olor, ese olor inmundo de los señores de gris, olor a tierra mojada, a inmundicia, a vida después de la vida. Aceleré el tranco, sintiendo cómo sus garras afiladas rozaban mi espalda, pidiéndome que me quedara. Ya no, lo siento, el dueño de la pelota tenía que entrarse temprano. Seguía lloviendo sobre Salisbury Estaba estilando. Licuándome por dentro y por fuera. Ingresé a la Villa O´Higgins a través del pasaje Llaima y me detuve frente a la intersección con Simón Bolívar, justo delante de la casa de Emilia.

–No voy a salir a jugar –pronuncié en voz alta.

Y las piernas esqueléticas y huesudas de mis amigos se retiraron, tratando y saltando sobre los techos, volviendo a dejarme solo. Solo con Emilia. Mentiría si dijera que no me gustó la idea.

Esta es una historia imaginaria, pero ¿acaso no lo son todas?

Miré la casa de Juan José Birchmeyer. No había luz en las ventanas del frente.

Volví a pensar en un mundo sin mi mejor amigo. Otra vez miré la casa de Emilia. Toqué el timbre.

Conté hasta diez, no alcancé a llegar al ocho.

Pronto, Agosto 25, 2011 en librerías

EL HORROR DE BERKOFF. CAPITULO 4 (EXTRACTO)


El teaser de la portada es de Cururo

LA MAÑANA DEL tercer aniversario de la pérdida de su hijo, el papá de Pablito Clausen se levantó temprano. Alimentó con papilla y fruta picada a su esposa enferma, le pidió a los niños que cuidaran de ella y cubriendose con el abrigo más grueso que encontró en el ropero salió a la calle. En la esquina, el dueño de la panadería Ebenezer le ofreció un sentido pésame, sabiendo muy bien la tragedia que se recordaba ese día. Aunque por supuesto tanto él, como el resto del pueblo, exceptuando a los tres mejores amigos de Emilia Geeregat, creían que el menor de los Clausen había muerto víctima de un mal cardiaco. Pero el padre no sólo tenía claridad de la verdadera historia, tambien había visto eso que alguna vez fue su hijo venir por las noches a dejarse amamantar por la locura materna. Caminó a tranco largo, cabizbajo, sin mirar al frente ni darle importancia a la lluvia que empezaba a caer. Avanzó a lo largo de avenida Chorrillos hasta la plaza Aníbal Pinto, frente al garage de los Cavalieri, unos italianos que además tenían una línea de taxis y moteles de mala muerte hacia la cordillera. Y allí se detuvo, frente a la punta de diamante más famosa del lugar, la esquina de la cual se murmuraba en cada casa del pueblo, ese sitio que aterraba de sólo pensar en él. Y miró a la mansión de madera y piedra que se ocultaba tras las rejas oxidadas, junto a tres cipreses tan negros como la maldad que allí respiraba. La casa de Ezequiel Berkoff, o la esquina Berkoff como la llamaban los lugareños, una fortaleza de formas imposibles, jorobada y parcialmente quemada. Y aunque el señor Clausen tenía claro que hacía más de treinta años no había nadie en esa casa, gritó hacia su interior. Gritó que sabía muy bien que era él quien había ido por su hijo.
–Algún día me lo vas a devolver –sollozó exigiendo una respuesta.
Pero dentro ya no había nadie que pudiera dársela. Lo único que seguía latiendo en la casa Berkoff, era la casa misma.

EL HORROR DE BERKOFF: LA LLEGADA

JUEVES

1

“DISCULPE, estamos a doce minutos de la estación”, habló el rostro de una mujer alta y delgada, de dientes amarillos y chuecos, que surgió frente a mis ojos apenas sacudí la mañana. Salté, no porque fuera fea, ni mucho menos, sino por lo inesperado de su aparición. Cero ortodoncia y mucho cigarrillo, pensé mientras sentía su aliento húmedo, a fumadora obsesiva y pésimo trabajo. Me sonrió y volvió a excusarse, esta vez por no haberme ofrecido desayuno.
–Preferí dejarlo dormir un ratito más, se veía muy cansado –se explicó. De inmediato mordió sus labios y torció una mueca a medio camino entre simpatía y timidez–: ¿Usted es Martin Martinic, cierto?
–El mismo– le contesté, mirándola a los ojos.
Se sonrojo.
–Podría darme su autógrafo, claro si no le molesta.
–Encantado, ¿tiene un papel, un lápiz… un algo donde escribir?
Me acercó una pequeña libreta de Hello Kitty y un gastado bolígrafo Bic color rojo, que sacó del bolsillo interior de su chaqueta institucional. Vestía como mala imitación de aeromoza. Le pregunte como se llamaba. “Magaly, con igriega final”, pronunció ella. Me dio risa lo de la “igriega final”, pero supe fingir, siempre he sido bueno haciéndolo. Me he ganado la vida en ello. Tomé el lápiz y escribí: “para Magaly, con cariño”, sellando el garabato con mi firma artística; hacía tiempo que no la usaba, pero hay cosas que nunca se olvidan, como andar en bicicleta o dar un beso. La auxiliar revisó su autógrafo y luego volvió a clavar sus ojos en mi cara.
–No se enoje –insistió– pero podría darme otro para mi hija, si no fuera mucha molestia.
–No, no me enojo y no es ninguna molestia, ¿cómo se llama su hija?
–Igual que yo, Magaly.
–¿Con igriega final?
–Si, con igriega final.
–Entonces para Magaly, hija de Magaly, la del tren– escribí en voz alta.
Ella tomó su libreta y antes de dirigirse hacia la puerta del carro me preguntó si traía maletas. Le mostré mi mochila y el traje, doblados ambos en el portaequipajes encima de mi cabeza.
–Se los bajo.
–No se preocupe, yo puedo.
El sujeto del asiento de enfrente, un tipo grueso, pálido y con la cara poblada de ronchas coloradas, me miró con la misma expresión con la que me han visto casi todas las personas en los últimos diez años de mi vida. “Estoy seguro que lo he visto en alguna parte”, ha de preguntarse. “Dos teleseries, una serie, un documental junto a un escritor famoso, una película, varios comerciales, dos discos y con suerte tres videoclíps, aunque sólo fui protagónico en el primero”, podría responderle, pero sólo podría. Levanté los hombros y le sonreí, él no hizo nada. Así es con los hombres, siempre me he llevado mejor con las mujeres, desde chico: antes y después de la fama incluso.
La noche, el frío y la humedad habían empañado por dentro las ventanas del vagón, así que tuve que usar la manga de mi chaqueta para limpiar el vidrio. El asalto de una mañana invernal, corriendo a noventa kilómetros por hora junto a los rieles, fue fulminante. Cargado de estímulos: robles secos, sembrados mojados por el rocío, agujas de hielo colgando de las alambradas, nubes bajas y oscuras, pozas de agua congeladas, una bandada de queltehues encumbrándose en la helada. Me fijé en la forma en que el viento mecía los árboles, golpeándolos despacio desde el sur. No iba a llover, al menos no durante las próximas horas. En la tarde quizás, ojala Perci tuviera un paraguas de sobra.
Dos vagones delante del carro, la locomotora piteó largo, estirando su silbato en el frío mañanero, avisando a los tripulantes que la estación estaba cerca. Un pequeño tirón y el monstruo de seis ejes y doce ruedas de acero, que gracias a una doble turbina diesel-eléctrica empujaba un convoy de tres carros de carga y seis de pasajeros: dos de primera y cuatro de turista, comenzó a bajar la velocidad. El tata Héctor trabajó toda su vida en la estación de Salibury, de la cual llegó a ser incluso jefe. Cada domingo iba a buscarme y me llevaba a ver los trenes. Me enseñó todo lo que un niño de diez años debe saber acerca de las locomotoras. Hasta el día de hoy puede diferenciar una Aziende italiana, de una General Electric gringa o una ALCO, también americana, como la que precisamente nos estaba propulsando. El viejo les decía las 18 mil (por su número de serie) y las apodaba “los cajones”, por su trompa roma (como un cachalote) y la cabina doble, ubicada a ambos lados del motor. Por él supe que eran las más grandes y poderosas que había en los ferrocarriles nacionales, incluso más que las Montaña a vapor, que no alcancé a conocer y que el mismo condujo varios años entre Santiago y Puerto Montt. Al final los trenes lo cobraron la cuenta, yo tenía 16 años (y él 71) cuando le diagnosticaron cáncer al pulmón, jamás había fumado un cigarrillo pero los años tras el fogón de una locomotora a carbón le cobraron revancha. Una semana después del diagnóstico se jubiló y esa misma noche murió de pena. Al final no fue el cáncer quien se lo llevó, sino la sensación de estar alejándose de los trenes. La muerte de mi abuelo fue la primera puñalada que me dio Salisbury.
El pueblo apareció exactamente a las seis con cincuenta y siete minutos de la mañana, justo cuando el tren empezó a reducir su impulso para tomar la curva que ascendía hacia el valle del río Traiguén, prólogo geográfico a la meseta donde se levanta Salisbury. Apegué mi cabeza contra la ventana y miré hacia delante. La hondonada emergió cubierta de neblina, el papá de Pércival Guidotti, profesor de castellano e ilustre poeta local, escribió varias veces acerca de esa imagen, tanto en sus versos como en el himno de Salisbury, que apuesto mis deudas ya no lo enseñan en los colegios. Sus versos decían que el nublado mañanero era el aliento de los fantasmas de la frontera, espectros ancestrales que daban la bienvenida al sur profundo. Algo de razón debía de tener: el profesor Guidotti me enseñó a leer, sumar, restar y que había otros ocho planeta girando alredor del Sol junto a la Tierra.
Entre la neblina descubrí destellos de faroles y sombras de casas, cercos y postes de alumbrado. El Pueblo Bajo, un par de manzanas prácticamente abandonadas, estiradas bajo las lomas junto al río. Alguna vez hubo una escuela en ese sector, se quemó en 1984 y nunca se supo qué, cómo o quién había originado el fuego, tampoco hicieron mucho por averiguarlo o reconstruir las instalaciones. Murieron tres niños, nunca encontraron los cadáveres. Afiné la vista y busqué restos del edificio entre la niebla, pero sólo había sombras. Algunas se movían veloces, otras un poco más lento.
Los fierros del puente ferroviario rechinaron bajo las ruedas del Rápido de la Frontera. Antes hubiese venido en avión, tenía dinero suficiente como para pagar el pasaje y cancelar el taxi que me acercara los 60 kilómetros entre el aeropuerto de Temuco y la plaza de armas de Salisbury. Ahora era preferible viajar por tierra, perder una noche a cambio de gastar menos. ¿Bus o tren? Soy malo para los olores y me gusta el frío, los buses son hediondos y calurosos, además mi abuelo conducía locomotoras y administraba estaciones, más que una opción, el ferrocarril era una decisión moral.
Los pilares del viaducto viejo corrían al lado derecho de la vía, vestigio último del que alguna vez fuera el puente ferroviario más largo del sur. Obra maestra de Gustave Verniory, el ingeniero belga que extendió el tren desde el Malleco hasta el río Toltén, cincuenta kilómetros más al norte de Salisbury y doscientos hacia al sur, levantando viaductos de acero, vigas y pernos. De todas sus obras, el Traiguén fue el más extenso, casi setecientos metros entre el brazo norte, enclavado al inicio del valle, y el sur, apuntado en la parte más baja de la meseta salisburience. Pero el puente tuvo una vida corta: demasiado largo y demasiado débil; tal vez lograba aguantar el peso de los primeros trenes, pero tras el reinado del carbón, el diesel y la electricidad permitieron construir locomotoras más grandes, capaces de arrastrar una mayor cantidad de vagones. Y el Traiguén no aguantó, así que el gobierno ordenó que se construyera un nuevo viaducto. Mi abuelo me contó que el puente nuevo empezó a levantarse a mediados de 1970 y cinco años después el largo espolón de Verniory quedó convertido en una abandonada espina dorsal, que poco a poco fue desmoronándose. Cazadores de fierros y el óxido acabaron matando a la vieja estructura. Finalmente sólo quedaron los pilares, similares a estructuras megalíticas de una prehistoria no tan lejana.
Una nueva bocina y el tren ingresó al corazón de Salisbury, atravesando la ciudad a través de una arteria clavada de norte a sur y en diagonal: sobre, bajo y junto a calles y pasajes. Cada casa, cada esquina, me era tan familiar como la voz de mi padre. La cárcel con sus atalayas gemelas, los dos pisos de la vivienda de la señora Ruiz, una anciana de pelo blanco que alguna vez le hizo costuras a mi madre y nos regaló un gato.
La intersección de Ramírez con Calama, asomada bajo el paso nivel. La torre oxidada de la estación de radio, el techo amarillo de un supermercado de apellido judío. La casa del profesor Oliveros, el mismo que se volvió loco y mató a su mujer antes de colgarse del roble seco del patio, tronco que aún seguía en el mismo sitio donde sus dueños lo habían plantado. La casa de los Tocornal, padres de Pablito Tocornal, que fue compañero mío en kinder, además del primer niño de Salisbury que desapareció y del cual tengo recuerdos. Claro, antes ya había sucedido y después también, pero a nosotros nos mantuvieron al margen. Pércival decía que Salisbury no era un buen lugar para los niños, que acá en verdad vivía el viejo del saco. Y todos sabíamos que tenía razón, aunque no fuera precisamente un viejo ni usara un saco. 

Los campanarios de la única iglesia parroquial, las agujas de los templos evangélicos y la masa fría del Instituto Bautista, mi colegio, donde pasé el primer tercio de mi vida, años que pudieron ser los mejores, pero que a la distancia son sólo buenos recuerdos, ni tan lindos, ni tan inocentes. Chimeneas por todos lados, vapor y humo de leña húmeda, techos mojados, algunos perros persiguiendo al tren y al fondo la sombra azulada del cerro Adencul, intentando quebrar la mañana. Y al cierre, justo antes del punto final del párrafo, tras la barrera oscura de los ciprés de la parte más elevaba del pueblo, el obelisco de la Casa Berkoff. Tenía que estar, era imposible que no apareciera.
Mi pueblo sin la esquina Berkoff era como una fotografía mal revelada.